miércoles, 12 de mayo de 2010

No es toro todo lo que reluce

Parece increíble que los seres humanos, animales racionales dicen, sean a su vez las criaturas más fáciles de ‘amaestrar’. Piensen desde hace unos meses hasta ahora a cuántas personas, no me incluyan a mí, han visto con una pulsera PowerBalance en su muñeca. Pues resulta que lo que parecía la panacea en favor del equilibrio físico, finalmente era un camelo. Ya me extrañaba a mí que el ‘patosismo’ tuviera solución (seguiré padeciéndolo, ¡qué remedio!). Es cierto que la sugestión humana es implacable. Se me viene a la cabeza cuando salió al mercado un gel etiquetado popularmente como ‘Viagra femenina’ que algunas usuarias sustituyeron por Vicksvaporub con la esperanza, y la convicción, de que aquello surtía efecto (¡pa´ Dios querer! que decía aquel). Si el hombre supiera distinguir entre un gato y una liebre, la famosa picaresca española, de la que tanto se ha escrito, hubiera sido relegada a una leyenda urbana.

Y si hay algo legendario y urbano, eso es la televisión. Que a veces no se sabe si es una gatera llena de liebres o una madriguera llena de gatitos. Pero en esto del ‘show business’ y la batalla por las audiencias no hay límites (nadie prohibió al tribuno Messala usar una cuadriga chipriota para intentar ganar a Ben-Hur). Aunque es cierto que hay un tema que siempre vende: el mundo de los toros. Pero no ese mundo en el que uno puede deleitarse con el capote de Morante o la muleta de Castella, sino aquel en el que se recuerda el mundo del toreo cuando de lo que se trata es vender morbo por morbo, carnaza a precio de saldo o ahondar en los bajos fondos de la miseria humana para descalificar a la Fiesta. Por eso no se den por aludidos en esta crítica aquellos programas que luchan por la difusión y la defensa de la fiesta desde el punto de vista más puramente taurino.

Les invito a hacer un rápido zapping. Lo más reciente que he presenciado fue la otra noche cuando una chica banderillera hacía un repaso por las sábanas del escalafón en las que había retozado. En sus palabras, incluso, se vislumbraba si al final de la faena hubo palmas, silencio u ovación. Al menos obvió decir si fue un bajonazo, un pinchazo o si se culminó en algún rincón de Ordóñez de la anatomía humana (tuvo ese detalle esta Corrochano del amor). También nos podemos encontrar con que es más importante que un torero ‘sobreviva’ 90 días en una isla de Nicaragua a que sobreviva tarde a tarde sobre un albero. Las imágenes de faenas ahora también sirven para ilustrar la crónica de un divorcio difícil o para refrescar la memoria sobre las actividades pasadas de a quien ahora se le apunta por su amistad con estrellas del porno con montaje de por medio. O lo más pintoresco; posar ‘sólo’ con una montera para vengar el despecho de una relación frustrada con un matador.

Esto no es hablar de toros, es hablar de casquería. Dicen que sólo nos acordamos de Santa Bárbara (en este caso los toros) cuando truena. Y si en horas bajas de audiencia me pueden llover espectadores gracias a folletines rebozados de albero, pues que siga la tormenta. Va a ser verdad aquello que decía el cantautor Pedro Guerra de que “la lluvia nunca vuelve haca arriba”. El caso es que son ‘chuzos de punta’ lo que está cayendo sobre la Fiesta Nacional y lejos de cobijarla algunas esperan que se inunde para que siga saliendo a flote la morralla. Ya se sabe que a río revuelto, ganancia de pescadores. Por MARTA JIMÉNEZ