sábado, 4 de septiembre de 2010

El cuarto arte


Cuentan que en una ocasión el famoso escritor francés Stendhal sufrió vértigos y aceleración del ritmo cardíaco al contemplar la iglesia de la Santa Cruz de Florencia. Tras este episodio, esta reacción al admirar la belleza de las obras de arte pasó a denominarse síndrome Stendhal. Pero el nombre de esta enfermedad psicosomática ha pasado también a utilizarse para referirse a una reacción pasional ante el disfrute artístico. Y si hay un arte, de los nueve establecidos (alguien se olvidó de otorgar el décimo puesto al toreo) es la música. El cuarto arte, dicen.

Después de casi diez años en una banda (hace dos me corté la coleta) tus reacciones ante la música cambian. Analizas la partitura, la ‘saboreas’, la interiorizas. Hay veces que sólo escucharla no es suficiente. Ya decía Pavarotti que “aprender música leyendo teoría musical es como hacer el amor por correo”. Artes amatorias aparte, recuerdo cómo hace años un gran amigo y compañero de fatigas, escribió en su blog sobre la importancia del olor de cada persona y hacía un repaso por las colonias y perfumes que lo habían acompañado en cada etapa de su vida. En esta ocasión, soy yo la que echo la vista atrás y hago un repaso de esas grandes piezas que siempre han estado ahí.

No tendría más de seis años la primera vez que escuché ‘El Lago de los Cisnes’ pero jamás olvidé el movimiento de la Escena. Después recuerdo el concierto de Aranjuez. Si a alguien al escucharlo, no se le remueve algo por dentro, debería mirarse un posible problema de ‘horchatismo’. Luego las marchas de procesión; el hilo musical de mi vida. No puedo olvidarme del pasodoble; aureola perfecta para tardes de ensueño. Ante estas joyas aquilatadas sobre pentagramas, pienso en Nietzsche cuando decía aquello de que “la vida sin música sería un error”.

No hace muchos días hice dos peticiones a dos personas distintas. A una le pedí que si algún día me casaba, se tendría que encargar de que en algún momento sonara la Salve Rociera. A otra le pedí, que el día que yo muriera, en mi funeral no podría faltar el Réquiem de Mozart. Desde ahora hasta que lleguen esos momentos (uno seguro que llegará) cometeré muchos errores, pero no cometeré el de no acompañar mi vida de música.

jueves, 2 de septiembre de 2010

Tercio de recuerdos (Dedicado a la monumental ciudad de Ronda y a su insigne corrida Goyesca)

Recuerdo una ciudad ávida de abrazar a la pródiga historia que late en sus calles. Recuerdo cómo el color florecía entre el sepia de aquellas manecillas que un día decidieron parar para no contemplar el final del encanto. Recuerdo que la memoria de los Grandes vigilaba desde la atalaya de la gloria. Recuerdo apellidos de renombre sobre hombros anónimos. Recuerdo anónimos ansiosos de rodear el brazo del renombre. Recuerdo imposturas, teatros y afiladas sonrisas captando votantes.

Recuerdo aficionados agolpados en las bocanas. Recuerdo un burladero sobre cuya piedra se edificó la iglesia del toreo. Recuerdo calesas rebosantes de encajes que entrelazaban estampas otrora plasmadas en lienzos irrepetibles. Recuerdo caballos que bailaban y bandoleros coronados con catite.

Recuerdo una dinastía perpetuada entre alamares. Recuerdo Pan y Toros, Chiclanera y El Gato Montés. Recuerdo pentagramas convertidos en cuadernos de viaje. Recuerdo carteles discutibles. Recuerdo brindis al cielo. No recuerdo ninguna faena, quizá porque no las hubo. Aun así, recuerdo tendidos cubiertos de un solícito blanco. Recuerdo trofeos inmerecidos. Recuerdo la tristeza al ver que ya era el sexto al que arrastraban.

Recuerdo no haber visto nada igual. Recuerdo el placer que produce la tranquilidad de saber que de lo que allí ocurre no caben imitaciones. Recuerdo volver la vista atrás. Recuerdo el eterno deseo de volver.